Sin embargo, el asceta no había visto más que un instante a la bayadera, al pasar por Benarés, camino de China, camino del vasto Imperio donde tantas almas aspiraban a la beatitud mediante la ley de Buda, como los campos quemados por el Sol aspiran a la lluvia, manantial de la vida.
La bayadera lo había llamado para darle una limosna. Él quiso ocultar su rostro detrás de su abanico. Mas no lo había deseado lo bastante pronto. Por ello el remordimiento por esta falta lo perseguía desde mil leguas atrás, lo perseguía hasta en esta tierra extranjera donde venía a difundir las palabras del Maestro Universal. ¡Oh belleza maldita, que Mara (1) mismo había creado para la perdición de los justos!¡Ah!, ¡cuán sabiamente Buda había advertido a sus discípulos!:
— ¡Oh ascetas, no hay que mirar a las mujeres! Y si tropezáis con alguna, no fijéis vuestras miradas en ella. Guardad una santa reserva y no le dirijáis la palabra. No dejéis de repetir en el fondo de vuestro corazón: "Somos ascetas, debemos mantenernos puros ante la corrupción del mundo, como el Loto que cuida sus hojas de toda la suciedad, el Loto que florece entre las basuras de las zanjas del camino."
Entonces las palabras del Vigésimotercer Mandamiento volvieron a su memoria, adquiriendo una significación nueva y espantosa.
— De todas nuestras pasiones por los objetos deseables, la más poderosa es la de la forma. Felizmente esta pasión es única; si hubiera otra tan potente, no sería posible adelantar un paso en el Camino de la Perfección.
Perseguido por la ilusión de la forma, ¿cómo podía cumplir el voto que había hecho de pasar una noche y un día en una meditación ininterrumpida, perfecta?
Ya llegaba la noche.
En verdad, la plegaria es el único remedio para calmar la angustia del alma, la fiebre del espíritu.
El Solo poniente se ocultaba.
El asceta comenzó a orar:
— ¡Oh, la joya en el Loto! (2)
Como la tortuga contrae y oculta las seis extremidades en su caparazón, permite, ¡oh Ser Bendito!, que oculte completamente mis sentidos en la meditación.
— ¡Oh, la joya en el Loto!
A semejanza de la lluvia que se filtra por el techo agrietado de una casa deshabitada, la pasión penetra en el alma que la meditación no habita.
— ¡Oh, la joya del Loto!
Como el agua dormida que ha sedimentado su cieno, permite que mi alma, "¡oh, tú, cuya venida es igual a la venida de tus predecesores", se purifique.
¡O maestro! Concédeme la potencia de elevarme por encima del mundo, como el pájaro salvaje remonta desde su pantano hacia el azul luminoso del cielo.
— ¡Oh, la joya en el Loto!
¡Oh tú, el Perfectamente Despierto, haz que deje de parecerme en la selva del mundo a un mono que trepa eternamente en busca de los Frutos de la Locura. Raudos como los anillos de la serpiente que se desenrolla para atacar, intrincadas como las lianas de los bosques, son las fibras constrictoras de la Planta del Deseo!
— ¡Oh, la joya en el Loto!
¡Ay! ¡Vana fue su plegaria, vana también su invocación! La significación mística del texto sagrado habíase evaporado con sus palabras; su repetición monótona acrecentaba la potencia del recuerdo que lo torturaba.
— ¡Oh, la joya que adornaba su oreja!
¿Qué pimpollo de Loto era más exquisito que esta flor de carne, con las gotitas de diamantes que pendían de ella? Volvió a ver la flor carnal y junto a ella la curva de la mejilla suave y dorada como un fruto precioso.
¡Ay!¡Cuánta verdad encerraba el versículo doscientos ochenta y cuatro de las Advertencias!:
—"Mientras un hombre no haya arrancado de su corazón hasta la más pequeña raíz de la liana del deseo, que ata su pensamiento a las mujeres, su alma seguirá encadenada."
Recordó también el versículo trescientos cuarenta y cinco del mismo libro santo:
—"Sabios maestros han dicho: 'infinitamente más potentes que las ligaduras de cuerdas, de madera y hasta de hierro, son los lazos de la atracción que sentimos por los pendientes gemados de una mujer'."
Entonces exclamó:
— ¡Omnisciente, a cuya mirada nada escapa! ¡Cuán multiforme es la consolación de tu palabra! ¡Qué maravillosa es tu comprensión del corazón humano!
Entre las innumerables ilusiones que Mara hizo desfilar ante ti, ¿te asaltó también esta tentación, aquella noche en la cual la tierra osciló como un carro, y el estremecimiento sagrado se propagó de soles en soles, de sistemas en sistemas, de universos en universos, de eternidades en eternidades?...
— ¡Oh, la joya que adornaba su oreja!
El asceta no podía apartar de su espíritu el recuerdo de la visión. Cada vez que la imagen danzaba ante su pensamiento, parecía animarse de una vida más cálida, con una forma más bella y una mirada más perturbadora; parecía nutrirse de la debilidad misma del asceta, fortificarse con su intranquilidad.
Volvió a ver los ojos de la bayadera, grandes, dulces, negros como los de una gacela. Volvió a ver las perlas que adornaban sus cabellos sombríos, y las perlas de su boca roja entrevistas mientras ella sonreía. ¡Oh, el beso florido que simulaban tus labios!
Y el aire parecía traerle un perfume suave, extraño -¡un perfume de juventud, un perfume de mujer!
Entonces se levantó, y con acento de firme resolución pronunció la invocación sagrada; recitó las santas palabras del capítulo de la Instabilidad:
— Cuando contempláis los cielos y la tierra debéis decir: no son duraderos. Cuando contempláis las formas y los rostros de los seres exteriores que os parecen desarrollarse y embellecerse debéis decir: no son duraderos.
Sin embargo, ¡qué dulce era la ilusión! La ilusión del gran sol; la ilusión de las colinas con sus relieves de luz y sus declives en sombra; la ilusión de las aguas informes, y, no obstante, ¡multiformes! La ilusión de... ¡Ah! ¡Qué pensamiento impío! ¡Hembra maldita! Y sin embargo... ¿Por qué la maldecía? ¿Qué había hecho ella para merecer la maldición de un asceta? Nada.
Sólo podía maldecir su forma, su recuerdo, su fantasma exquisito, su fantasma maldito.
¿Qué era ella? ¡Una ilusión, creadora de ilusión! ¡Una fantasía, un sueño, una sombra, una vanidad, un tormento del espíritu!
La culpa del pecado radicaba en él: en su pensamiento rebelde, en su indómita memoria.
Aunque móvil como el agua, impalpable, como la nube, el pensamiento puede ser domado por la voluntad; puede ser -y debe ser- uncido al Carro de la Sapiencia para llevarlo a la felicidad.
Y recitó los versículos sagrados del Libro del Camino de la Ley (3):
Todas las formas son accidentales, temporales: quien llega a penetrar bien esta gran verdad de libra del dolor. Tal es el camino de la purificación.
Todas las formas están sujetas al dolor: quien llega a comprender bien esta gran verdad se libra de todo dolor. Tal es el camino de la purificación.
Todas las formas carecen de realidad substancial: quien llega a penetrar bien esta gran verdad se libra del dolor. Tal es el camino de la...
Pero la forma de Ella, ¿era inmaterial, irreal, solamente ilusoria?
Mas, ¡qué delicada era su ilusión!¡Qué exquisita su forma!
El mérito de la limosna que le había hecho, ¿era también ilusorio? ¿Ilusorio como la gracia de los flexibles dedos con que se la había dado?
¡Ah! Las metafísicas estaban llenas de misterios impenetrables, de verdades incomprensibles.
La moneda que le había dado era una moneda de oro, en una de cuyas caras un elefante tendía su trompa hacia el sol. Pero los escudos de oro que velaban sus pechos, con ser tan artísticos, eran de un tinte menos bello que el oro de su piel.
¡Desnuda la veía, más de lo que estaba, sin la faja de seda que ceñía sus caderas, desnudo el talle juvenil, curvándose, límpido y elástico como un arco!
El timbre de su voz era más tintineante que la resonancia de los anillos huecos que ponían alrededor de sus tobillos un resplandor como de clara luna... ¿Y su sonrisa? ¿Y sus pequeños dientes? ¿Y el misterio terrible de su mirada?
¡Oh debilidad!..... ¡Oh vergüenza!..... Esta languidez de la voluntad anunciaba un peligro próximo, el peligro en los dominios del sueño. Estas visiones tan claras, tan netas, tan extrañamente vivas, iban a tomar una forma palpable, a animarse de una vida ficticia, a representar algún drama impío en el escenario del sueño.
— ¡Oh tú, el Perfectamente Despierto -exclamó el asceta-, permite a tu humilde discípulo remontarse con santa vigilancia a la perfecta contemplación! ¡Dale la fuerza necesaria para cumplir su voto! ¡No permitas que Mara lo subyugue!
Y recitó los versículos eternos del Capítulo de la Vigilancia (4):
— Los discípulos de Gautama están completamente, eternamente despiertos. Noche y día piensan sin cesar en la ley.
— Los discípulos de Gautama están completamente, eternamente despiertos. Noche y día piensan en la Comunidad.
— Los discípulos de Gautama están completamente, eternamente despiertos. Noche y día piensan sin cesar en el cuerpo.
— Los discípulos de Gautama están completamente, eternamente despiertos. Día y noche su espíritu goza de la dulzura de la paz perfecta.
— Los discípulos de Gautama están completamente, eternamente despiertos. Noche y día sin cesar su espíritu goza de la paz profunda de su meditación.
Un murmullo llegó al oído del asceta, un murmullo de voces numerosas que ahogó el sonido de su voz. Las estrellas se apagaron; las cosas desaparecieron en las tinieblas. El gran murmullo se transformó en el tumulto de una marea creciente; la tierra pareció hundirse bajo el asceta. Sus pies no tocaron más el suelo. Una sensación de ligereza sobrenatural transformó cada fibra de su ser; se sintió flotar a través de la oscuridad, luego descender dulcemente. ¿Era la muerte?... No, pues de pronto, como transportado por el Sexto Poder Sobrenatural, se vio de nuevo en la luz, una luz perfumada, vaporosa, lánguida, que bañaba las calles de una fabulosa ciudad hindú.
Entonces comprendió lo que era el gran murmullo. Se apercibió que caminaba en medio de una multitud innumerable, de un pueblo de peregrinos, de una nación de adoradores. Pero estos peregrinos no pertenecían a su religión; ostentaban en sus frentes los signos de los dioses obscenos. El asceta quiso huir. El torrente humano lo arrastró irresistiblemente como las aguas del Ganges arrastran una hoja. Iban rajás con sus séquitos -príncipes montados sobre elefantes, bramanes cubiertos con sus vestiduras sacerdotales, enjambres de voluptuosas bayaderas danzaban cantando canciones carnavalescas, ...- ¿Dónde iban?... ¿A dónde?...
Salieron de la ciudad, avanzaron bajo el sol por avenidas de higueras, entre columnatas de palmas. ¿Dónde iban?... ¿A dónde?... Azulosa, a lo lejos, apareció una montaña de piedra esculpida: el Templo elevaba hacia el firmamento sus cincelados pináculos, la espuma dorada de sus ornamentos. El Templo iba agitándose ante el pueblo en marcha; pronto los tonos azules se troncaron en grises, los contornos se precisaron en la claridad. Entonces, todos los detalles aparecieron: los elefantes de los pedestales, de pie sobre tortugas de rocas; los grandes rostros siniestros de los capiteles; las serpientes y los monstruos retorciéndose en los frisos; los dioses de basalto de varias cabezas en las galerías superpuestas de los nichos; las imágenes lascivas, las divinidades sexuales en todas las actitudes de goce y de la fecundación. Luego, bajo un prodigioso hormiguero de dioses y semidioses, que se remontaban en la pirámide, la entrada del Templo -caverna sombría como la boca de Siva (5)- se abrió y devoró la multitud.
Los remolinos de la muchedumbre internaron al asceta bajo la inmensidad de las cúpulas. Ninguno pareció apercibirse de su vestidura amarilla, nadie pareció notar su presencia. Millares de gigantescas pilastras, fantásticamente esculpidas, se perdían de vista más allá de la claridad amarilla de las antorchas. Ídolos extraños de una bizarra sensualidad aparecían en la bruma del incienso. Estatuas colosales que de lejos parecían elefantes y fieras aladas, cambiaban de aspecto a medida que uno se aproximaba, y sus dibujos misteriosos figuraban entre cruzamientos de cuerpos y mujeres. La misma divinidad presidía todas esas monstruosas alegorías, divinidad o demonio, infinitamente repetida por los escultores. Los mismo inmensos pilares eran símbolos y evocaciones sexuales. El alma orgiástica de este culto se retorcía en el bronce de las lámparas, en las espirales de oro de las copas, en los relieves de las fuentes de mármol...
¿Dónde estaba?
El asceta no lo sabía. El camino entre las innumerables columnas, entre esas legiones de dioses petrificados, por esas avenidas vagamente iluminadas de resplandores vacilantes, le parecía más largo que el viaje de una caravana, más largo que su peregrinación por los países de China.
De improviso, sin saber cómo ni por qué, se hizo un silencio como el de las tumbas; el océano humano parecía haberse retirado, hundido en los abismos de una arquitectura subterránea. El asceta se halló solo en una cripta rara, ante una piscina poco profunda en forma de concha en cuyo centro surgía una columna redonda menos alta que un hombre, y cuya cumbre lisa y esférica estaban enguirnaldada de flores. En lo alto, alrededor de ella pendían lámparas encendidas. No se veía ninguna estatua, ninguna divinidad. Múltiples variedades de flores recubrían las losas, como un tapete espeso y suave; las flores exhalaban su aroma bajo los pies del asceta, y su perfume embriagador, pecaminoso, iba saturando su sensibilidad. Una languidez creciente lo invadió; y se dejó caer sobre las ofrendas florales.
Más alguien avanzaba en el silencio de la Cripta con la suavidad de un susurro.
Susurro de pasos sobre flores, lento tintineo de anillos de cascabel... . El asceta habría querido incorporarse, huir...
De pronto, el asceta sintió la dulzura de un brazo de mujer deslizarse serpentinamente por debajo de su cuello.
Era Ella. Ella, su ilusión, su tentación, mas, ¡qué transfigurada!
Era de una belleza sobrenatural, de un encanto mágico. Delicada como pétalo de jazmín, una mejilla rozó la mejilla del asceta. ¡Arcanos como la noche, suaves como el estío, dos ojos le contemplaban!
¡Oh tú, ladrón de corazones! -murmuraron sus labios floridos-. ¡Te he esperado tanto! Te traigo mis delicias, amado mío, las delicias de mis labios y de mis senos, frutos y flores... ¿Tienes sed? Bebe en los pozos de mis ojos. ¿Deseas saciarte? Heme aquí. ¿Quieres orar? ¡Soy tu Diosa!...
Sus bocas se unieron. El beso de la bayadera vertió un fuego ardiente en las venas del asceta. Por un momento triunfó la ilusión. Mara había vencido.
... Con un brusco esfuerzo de voluntad el soñador despertó... era de noche, una de las tantas noches de su peregrinación bajo las estrellas del cielo de China.
¡Oh ironía del sueño!
Su voto de pureza había sido violado, violado en sueños.
Humillado, resuelto, más penitente que nunca, el asceta sacó una navaja, y sin titubear, se cortó los párpados y los arrojó al suelo.
— ¡Oh Tú, el Perfectamente Despierto -clamó, alzando la faz en sangre hacia el cielo-, tu discípulo ha sido vencido en sueños por la debilidad del cuerpo! Mas, renuevo su voto. Aquí yacerá, sin comer ni beber ni curarse, hasta que se haya cumplido su santa resolución.
Y el asceta se puso en actitud hierática, cruzó las piernas debajo de su cuerpo, tendió las palmas hacia el sol, la diestra sobre la siniestra, y esta apoyada en el pie alzado.
Y continuó la meditación.
Amaneció. El sol fue acortando las sombras; luego volvió a alargarlas, y se hundió en la hoguera del ocaso.
Llegó la noche, escintiló, pasó...
Pero en vano Mara renovó y varió el prodigio de sus tentaciones.
Esta vez el voto, sellado con sangre luminosa, fue mantenido.
Y el sol regresó de nuevo, llenó el mundo con la sonrisa de su luz.
Fuerte, más que las tentaciones, con la santidad del voto cumplido, el asceta se puso de pie ante el alba naciente. Llevó las manos a los ojos y tembló de sorpresa.
¿Cómo? ¿No había sido más que un sueño? ¡Imposible! ¿Y el dolor de los cortes? ¿Y la sangre?
Sin embargo, los ojos no le dolían. Los párpados funcionaban con la liviandad habitual. Las pestañas, tan tupidas como antes, tamizaban dulcemente la luz...
¿Qué milagro era este? El asceta se puso a buscar por tierra los párpados viejos. No pudo hallarlos, habían desaparecido misteriosamente...
Pero allí donde habían caído crecían dos plantas maravillosas. Y en ellas, vueltas hacia Oriente, se entreabrían sendas florecillas blancas, minúsculas florecillas en forma de párpados.
Entonces, con la visión sobrenatural que le había sido otorgada en premio de su profunda meditación, el Santo Misionero adivinó la esencia y el destino de la nueva planta.
Y dichoso de haberla creado, la llamo Té en el idioma de la tierra a la cual llevara el Loto de la Buena Ley.
Y tras bautizarla la celebró de esta suerte:
— Bendita seas, planta cordial, bienhechora, estimulante, hija de la virtud y llena de virtud. Tu fama, que irá dilatándose hasta abarcar todos los países del mundo, nunca será mayor que la virtud de tus hojas. Los hombres que sorban tu jugo sentirán el milagro de tu potencia: verán disminuir su cansancio, desaparecer su languidez. No volverán a abatirlos las larvas del sopor y del sueño durante las horas de plegaria y del deber. ¡Bendita seas!...
Y aún en nuestros días, como el humo de un sacrificio universal, se eleva perpetuamente al cielo, desde todas las tierras del mundo, el vapor aromático del Té, creado para alivio de la humanidad en recompensa de un voto sagrado y de una piadosa expiación.
Nota aclaratoria:
1 Mara es un demonio perteneciente a la religión budista que intentó evitar que Siddharta Gautama alcanzara la iluminación. Se concibe como una entidad maligna que habita en el interior de cada individuo creándole ilusiones que le separan del camino de la rectitud.2 Esta expresión tiene su origen en un rezo budista: " mani padme aun". Las referencias al Loto en las oraciones y ceremonias budistas evocan la pureza y la belleza del alma.
3 Fragmentos procedentes del Dhammapada, escritos sagrados en el que se recogen las enseñanzas de Buddha. Según estos escritos, el camino de la Ley es el camino de la "Virtud", en concreto de las cuatro virtudes budistas: eternidad, felicidad, verdadero 'yo', y pureza.
4 También extraídos del Dhammapada. Según Buddha, "La vigilancia es el sendero hacia la inmortalidad, la negligencia es el camino hacia la muerte. Aquellos que permanecen vigilantes nunca mueren, los negligentes son como si ya estuvieran muertos.”
5 En la religión hindú, Siva o Shivá hace referencia al dios de la destrucción en la Tri-murti ('Tres formas', la Trinidad hindú).
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