No lejos del pueblo de Kurosaka, en la provincia de Koki, existe una cascada conocida con el nombre de Yurei-Daki o Cascada de los Espíritus. Ignoro por qué es llamada así.
Al pie de la cascada se halla un pequeño santuario Shinto consagrado a la divinidad local que las gentes del pueblo conocen con el nombre de Taki-Daimyogin. Frente al altar se haya un tronco de pequeñas dimensiones, o Saisen-bako, destinado a recibir las ofrendas de los fieles. Dicho tronco tiene su historia, una historia singular.
Hace treinta y cinco inviernos, una noche glacial, las mujeres y las jóvenes empleadas como obreras en una Asa-toriba o hilandería de cáñamo de Kurosaka, se reunieron, después de concluida su jornada de trabajo, alrededor del gran brasero del taller. Se entretenían contando historias de "aparecidos". Habían ya narrado más de una docena de casos y la mayoría de las oyentes comenzaban a sentirse mal, cuando una joven, sin duda para avivar aún más el placer del miedo, exclamó:
— ¡Oh! Ir sola esta noche a la Cascada de los Espíritus.
La frase provocó un grito unánime de espanto, seguido de risas nerviosas...
— A la que se atreva a ir le daré todo el cáñamo que he hilado hoy -dijo una obrera en tono de chanza.
— Yo también -agregó otra.
— Y yo -corroboró una tercera.
— Todas lo darían -afirmo una cuarta.
Al oir esta oferta, Yasumoto-O-Katsu se levantó de entre las hilanderas; era la mujer de un carpintero. Llevaba a la espalda su único hijo, un pequeño de dos años de edad, que dormía, cuidadosamente envuelto.
— Oídme -dijo O-Katsu-. Si realmente os comprometéis a darme todo el cáñamo que hoy habéis hilado, yo iré a la Cascada.
La propuesta fue recibida por unas con exclamaciones de asombro, por otras con sonrisas de incredulidad. Sin embargo, O-Katsu repitió tan decididamente su propuesta, que al fin concluyeron por creer en ella.
Entonces, cada obrera se comprometió a regalar a O-Katsu el producto de su jornada de trabajo si ella iba hasta la Cascada de los Espíritus.
— Pero, ¿cómo sabremos que ella ha llegado hasta la Cascada? -preguntó una.
— Que traiga el tronco de las ofrendas -contestó una vieja que las hilanderas llamaban Obaa San, o la Abuela.
— ¡Sí!¡Sí, que lo traiga! -corearon todas.
— ¡Lo traeré! -declaró O-Katsu. Y sin decir más se encaminó hacia la calle, llevando siempre a espaldas a su hijo dormido.
La noche era glacial, pero clara. O-Katsu bajó a pasos precipitados la pendiente de la calle desierta. Las casas estaban herméticamente cerradas. Llegó al extremo del pueblo, siguió a lo largo de la carretera, veloz, corriendo: picha-picha!... El vasto silencio de los arrozales helados la envolvía; solo la luz de las estrellas la acompañaba. Durante media hora O-Katsu siguió por la carretera, luego tomó un sendero que ondulaba entre las colinas.
A medida que avanzaba, el sendero se hacía más áspero y oscuro, pero ella lo conocía bien, pronto oyó el sordo retumbar del agua.
Pasaron algunos minutos, el sendero desembocó en una pradera; el sordo retumbo se trocó en un clamor gigantesco, y ante ella comenzó a percibirse, en el fondo de las opacas tinieblas, el amplio resplandor tembloroso de la Cascada.
Confusamente O-Katsu vislumbró el santuario, el tronco. Avanzó, extendió las manos.
— ¡Oi! ¡O-Katsu-San! -Una voz imperiosa acababa de retumbar dominando el estruendo de las aguas.
O-Katsu quedó inmóvil, espantada, estupefacta.
— ¡Oi!¡O-Katsu-San! -La voz repitió de nuevo más amenazadoramente.
O-Katsu era verdaderamente una mujer de gran audacia. Dominando su asombro, se apoderó del tronco de las ofrendas y huyó. O-Katsu no vio ni oyó nada más, hasta que llegó a la carretera; allí se detuvo unos instantes más para respirar que para descansar; luego retomó su marcha: picha-picha!, hasta Kurosaka; por fin llamó en el portail de l'Asa-toriba.
Al verla llegar con el tronco de las ofrendas, las mujeres creían estar soñando; las exclamaciones de admiración, de pánico, no dejaban continuar a O-Katsu la narración de su historia.
¡Qué espanto cuando contó que la gran voz -que parecía salir del medio del agua mágica- la había llamado dos veces por su nombre! ¡Qué mujer esta, O-Katsu! ¡Bien se había ganado su cáñamo!
— Pero O-Katsu -dijo de pronto Obaa San-, tu hijito debe tener mucho frío. Acércale al fuego.
— Y hambre también -contestó la madre-; ¡es hora de darle de mamar!
— Pobre O-Katsu -repuso Obaa San, ayudándola a soltarse las fajas que mantenían al niño a la espalda de la madre-. — Pero, ¿qué es esto? ¡Tenéis toda la espalda empapada! -. Y de pronto, con un grito ronco, la buena vieja exclamó.
— ¡Ara! ¡Es sangre!
Entonces, de las fajas deshechas, las mujeres, horrorizadas, vieron caer al suelo un paquete de mantillas, chorreando en sangre, y del cual no emergían más que dos pequeños pies y dos pequeñas manos.
La cabeza del niño había sido arrancada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario