lunes, 25 de junio de 2012

Historia de un Iki-ryô

     En el extremo Oriente existen dos clases de fantasmas: los shi-ryô y los iki-ryô- Los shi-ryô son los espírtus de los muertos, y allá, como en la mayoría de los países, no se manifiestan más que de noche. Los iki-ryô -o espíritus de personas vivientes- pueden hacerse ver a todas horas. Estos son más temibles que aquellos, pues poseen el poder de matar.
     La casa que ocupaba la familia de uno de mis amigos en Kumamoto, clara, hermosa y relativamente nueva, estaba habitada por un iki-ryô.
     El hombre que la había hecho construir era un funcionario prestigioso y rico. Había soñado hacer de esa residencia el refugio de su vejez.
     Cuando los artesanos la terminaros, la adornó con bellos objetos e hizo colgar del borde de los techo campanillas, que tintineaban al viento. Hábiles artistas decoraron las maderas preciosas con ramas floridas de cerezo y de ciruelo, con siluetas de halcones de ojos de oro, inclinados en lo alto de los abetos, con esbeltos pavos reales picoteando a la sombra de los árboles, con patos salvajes refocilándose entre la nieve, con flores de iris entreabiertas, con monos de largos brazos que trataban de asir la luna reflejada en el agua de los estanques -todos los símbolos animados de las estaciones y de la felicidad.

     El dueño de la casa era, sin duda alguna, un hombre dichoso. Sin embargo, no lo era por completo. No tenía hijos.
     Con el permiso de su esposa, y siguiendo un antiquísima costumbre, admitió en su lugar a una extranjera -para que le diera un hijo-. La extranjera era una joven aldeana, a la cual, en recompensa del hijo que se   esperaba de ella, se le hicieron bellas promesas.
     La joven dio a luz a un niño, pero en vez de dejarlo amamantar por ella, tomaron a una nodriza, y despidieron a la madre sin haber cumplido las promesas prometidas.
Poco después de su partida el hombre cayó enfermo, su estado fue agravándose día a día, y la familia noto que había un iki-ryô en la casa.
     Los médicos más reputados intentaron lo imposible para curarlo, pero el enfermo seguía debilitándose cada vez más, hasta que admitieron que no quedaba ninguna esperanza.
     Entonces la esposa hizo algunas ofrendas a Ujigami -templo parroquial shintoista- y elevó sentidas plegarias a los dioses. Pero los dioses contestaron:
     — Morirá, a menos que obtenga el perdón de una persona que ha ofendido, y que repare -mediante una justa indemnización- el mal que ha causado. Pues hay un iki-ryô en vuestra casa.-
     Cuando el enfermo supo la respuesta de los dioses, recordó a la madre de su hijo, y su conciencia comenzó a atormentarlo. Mandó a sus servidores a que buscaran a la ofendida y la trajeran de nuevo. Pero la joven, no había regresado a su hogar, quién sabía dónde había ido a parar, perdida entre los cuarenta millones de habitantes del Imperio.
     El hombre seguía empeorando, mientras todas las búsquedas eran infructuosas, y las semanas pasaban.
     Un día un campesino se acercó a la verja de la villa y declaró saber el paradero de la joven; dijo que la encontraría si le daban los recursos necesarios para emprender el viaje.
     Al oír esto, el enfermo exclamo:
     — ¡No! Ella no me perdonará jamás en lo íntimo de su corazón, le sería imposible. ¡Es demasiado tarde!
     Y expiró.
     La viuda, los parientes, y el niño abandonaron la casa,... pero el iki-ryô permaneció.
     Las personas que sabían esta aventura censuraban a la madre del niño, como responsable de su desdoblamiento.
     Confieso que me extrañaba tal reprobación. ¿Por qué? Porque la proyección de un iki-ryô es involuntaria. El iki-ryô se exterioriza sin que la persona de quien emana sepa nada.
     Pero ellos partía de un criterio religioso totalmente desconocido en Occidente. No reprochaban a la joven, de la cual se exteriorizaba el iki-ryô, el ser una bruja. Ni suponían que ella pudiera tener noticias de la existencia del fantasma. Simpatizaban, comprendían la razón de su resentimiento.
     La criticaban por haber sentido demasiada cólera, por no haber controlado lo bastante su silencioso resentimiento, ...


     ... pues ella debía saber que la cólera, si nos complacemos en avivarla secretamente, puede tener consecuencias espirituales.


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